Una vez en la orilla de enfrente, el Templo de Luxor nos espera.
Lo primero que ves cuando te acercas a la entrada, son dos enormes estatuas de Ramsés II y un obelisco.
Según nos contó el guía, originariamente eran 2 los obeliscos que había, pero en 1883 uno de ellos fue trasladado a la plaza de la concordia de París. Fue un regalo del virrey de Egipto a Francia.
Este templo, formaba parte de la antigua Tebas, está dedicado al dios Amon-Ra y consta de un gran patio, columnata procesional, atrio, sala hipóstila, varias salas más, cámara del nacimiento, sala de ofrendas, vestíbulo, santuario de la barca y otros santuarios. En una zona del templo, se construyó una mezquita que aún sigue prestando servicios.
La parte que más me gustó de este templo fue la entrada con el obelisco y las dos enormes estatuas, pero realmente la sensación de ir caminando entre las columnas de la sala hipóstila, los grabados de las paredes y las demás estatuas que existen por todo el recorrido del templo te dejan alucinado. Empiezas a hacerte la típica pregunta de cómo pudieron levantar esas estatuas y columnas, cómo sería esa sala hipóstila un día de ceremonia con su techo, sus telares colgando, todos los grabados de las paredes coloreados etc.
En una de las salas de la parte final del templo, se ven restos de pinturas de la época romana con las que los sacerdotes ocultaron los relieves y pinturas originales dedicados a varias divinidades del antiguo Egipto. Sin comentarios.
Cuando salimos del templo, Pepe nos cuenta que en la antigüedad una avenida de esfinges unía los templos de Luxor y Karnak dividiendo la ciudad en dos, y que lo que se ve desde la entrada al templo es solo parte de aquella increíble avenida de algo más de 2 kilómetros.
Volvemos al autobús para ir camino de nuestra última visita del día, el complejo de Templos de Karnak, no sin antes esquivar a los vendedores. No está ya el cuerpo para mucho jaleo, son casi las 14:00 y llevamos 10 horas sin parar, el calor aprieta y aún tenemos que hacer esta última visita antes de ir a comer al barco. Aprovecho para comprar agua y comer unos kit-kat que me den energía para aguantar la embestida final.
Al llegar a las puertas del templo de Karnak te puedes hacer una idea de las dimensiones del complejo. Al final de la avenida de esfinges (que en esta zona son carneros), se ven los pilonos de entrada, mucho más altos que los de Luxor, y en medio un pasillo franqueado por estatuas y columnas del que no se ve el final.
Las primeras explicaciones de nuestro guía bajo el solazo de mediodía no es que sean alentadoras. Nos cuenta que el complejo tiene unas 30 hectáreas dedicadas al culto de varios dioses, y que en su construcción y posteriores ampliaciones participaron más de 30 faraones.
Empezamos la visita en un gran patio con una monumental estatua de Pinedyem I. Desde aquí se pueden ver los restos de adobe en la base de los pilonos, lo que sirve a Pepe para explicarnos como construían paredes y columnas tan altas.
Para las paredes, hacían una rampa de adobe y empezaban a construir, levantando a la vez los pilonos y la rampa de adobe, que cuando se concluía su construcción, se iba eliminando a la vez que se iban pintando, esta vez de arriba abajo, los pilonos. Aun con esta explicación me seguía fascinando cómo podían haber levantado esas moles con tan pocos medios.
Seguimos avanzando y llegamos a una de las veces del viaje en que perdí la noción del tiempo, la espectacular sala hipóstila. La última explicación que escuché de todo el complejo de Karnak fue la siguiente, después saqué la cámara y me separé del grupo junto con otro amiguete durante una hora aproximadamente.
Esta sala tiene unas 135 columnas de 15 metros de altura de media. Cada columna es única, con grabados que conservan la pintura original y capiteles en forma de papiro. En ese momento mi cabeza y mi cámara funcionaban al 300%, estuve más de 15 minutos recorriendo la sala admirando y maravillándome con cada detalle, asombrándome del juego de luces que el sol creaba al colarse entre las columnas, y de nuevo me imaginé esa sala en su máximo esplendor con su tejado coloreado, sus tapices etc.
Tuvo que ser mi compañero, que también estaba en un estado bastante exaltado, el que me devolviese a la realidad. Me dijo que el grupo se había ido y que no los veía, así que muy a mi pesar seguimos la visita para intentar alcanzar al grupo, pero no pudo ser.
Un poco más adelante de la sala hipóstila, hay dos obeliscos de grandes dimensiones, con los que nos entretuvimos un rato también, y fue mientras estábamos admirando esas enormes construcciones verticales cuando un lugareño nos invitó a seguirle por lugares “no permitidos” a las visitas.
Ni nos lo pensamos, y en cuestión de segundos estábamos siguiendo a nuestro improvisado guía entre restos de estatuas, paredes etc. hacia no sabíamos bien dónde. Pero mereció la pena, nos hizo un “tour” por varios santuarios, salas y patios que no se visitan debido a lo inaccesible del camino. Fue una gozada andar entre restos arqueológicos que perfectamente podrían ocupar una vitrina en cualquier museo del mundo, llenarnos de arena y descubrir esos lugares que no todo el mundo visita. Durante unos 20 minutos parecía que éramos solo 3 personas en todo Karnak, no había hordas de turistas hablando y el silencio era casi absoluto. El colofón fue un santuario en el que había un grabado de un escarabajo en el que insistió que pasásemos la mano para que nos acompañase la buena suerte en el viaje.
Nos despedimos de él no sin antes hacer caso a sus suplicas de que le diésemos algún euro, se me había olvidado que en Egipto no hay nada gratis aunque te llamen habibi (amigo) cada dos por tres, pero en este caso la visita se mereció 4€ debido a un problema de entendimiento entre mi compi de aventuras y yo, aunque no me arrepiento nada de haber dado esos 2€.
Cuando volvimos a la zona civilizada de las visitas, nos encontramos de nuevo con el grupo. La mayoría descansaban sentados o peregrinaban a los baños, que estaban a unos 500 metros. Se nos unen 2 de nuestros compañeros y seguimos visitando la parte del complejo donde está el gran lago de las ofrendas mientras les contamos la “aventurilla” que acabamos de vivir.
Después de unos 30 minutos de visita por libre en los que descubrimos mas zonas fuera de las rutas habituales de visita y vuelvo a mi querida sala hipóstila, acaba la agotadora jornada de visitas.
Subimos al autobús, se agradece un asiento y el aire acondicionado, pero lo que más ganas hay es de ir a comer, aunque nos toca esperar más de la cuenta, ya que mientras visitábamos la zona, nuestro barco ha navegado hasta Esna dónde nos espera con la mesa puesta, por lo que tenemos un viaje en autobús un poco más largo de lo que pensábamos.
Durante la comida, descubrimos algo que será lo normal a la hora de comer durante toda nuestra estancia. De repente todos los camareros y cocineros salen de la cocina con instrumentos y cantando y bailando lo que suponemos que son bailes y canciones típicas. A los 2 minutos, todos los que estábamos allí comiendo acabamos en una conga gigante entre las mesas haciéndoles los coros a la tripulación. Aun me acuerdo del grito de guerra “¨¡ooooh aleele!”. Que recuerdos.
Según terminamos de comer a eso de las 17:30, subimos a la cubierta y vemos en pleno funcionamiento la esclusa.
El resto del día hasta la hora de la cena, lo paso tumbado en la cama descansando y en el salón principal del barco charlando con los pocos que no han acabado echándose una larga siesta después de comer.
Después de cenar, subo a la cubierta del barco y descubrimos una mesa de ping pong que no habíamos visto hasta ese momento. Bajamos a por las palas a recepción y echamos un mini campeonato.
En uno de los juegos, viene uno de los camareros y nos dice que él es el mejor del barco y que si nos atrevemos a jugar con él. Tanto mis compañeros de viaje como yo aceptamos el reto y empezamos a jugar con él, y después de perder casi todas las veces se marcha medio cabreado.
Desde este momento, nos emplaza a jugar todas las noches a las 23:30. No faltó ni un solo día y en más de una ocasión trajo “refuerzos”, aunque de poco le sirvieron. Este hecho hizo que siempre durante las comidas tuviésemos los típicos vaciles y piques sanos con el camarero, haciéndonos pasar grandes momentos y echándonos muchas risas juntos.
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